POR: KAREM MENDOZA G.
7 de Septiembre – 2023
Tiene ojeras y el cuerpo delgado. Sus pasos son desconfiados y la acompaña una mirada triste casi a punto de llorar. Mierda, soy yo. No puedo reconocerme en un video de alta definición de hace dos años. Recuerdo que casi nadie notaba mi aspecto deteriorado y menos los 12 kilos que bajé. Nadie notó que violentaron mi cuerpo, que me esforzaba por hacer contacto visual en mi clase de teatro y que hice una cuarentena voluntaria en mi habitación por cuatro meses. Pasaba desapercibida hasta por la justicia que continúa mirándome con desprecio. Nadie me notó, ni los dioses ni las figuras a las que rezaba mamá a diario para que vuelva a ser la de antes. La de antes.
Prefiero que me llamen Yanara y no quiero que me identifiquen como víctima ni como una cifra de las violaciones que ocurrieron en 2020. Soy una sobreviviente que logró restituir su vida y ese es un privilegio que no todas podemos contar.
Esas palabras calaron mi mente por varios meses. Era la cuarta vez que contaba con detalles la violación y no sería la última, aún faltaban muchos trámites por hacer y apenas era el incio de un proceso legal largo y tedioso.
La guía de atención en los SLIM, difundida por la Defensoría del Pueblo en enero de este año, señala que el personal debe “precautelar un trato respetuoso” con la víctima y “debe escuchar con empatía, sin juicios de valor”. Evidentemente, esto no sucedió conmigo.
Icla de Fátima, sobreviviente de violación, contabiliza al menos seis ocasiones en las que tuvo que relatar detalles del hecho y compara el proceso legal como un acto de masoquismo que “castiga a la víctima”.
“En vez de superar, era un recaer constante. Los avances que tenía en la terapia los retrocedía de nuevo en todas las instancias. Desde hacer fila y tener que pedir el favor al investigador de que haga su trabajo, pero que al mismo tiempo te mire de forma morbosa, era complejo. Seguir un proceso legal es un acto de masoquismo por cómo está diseñada la justicia boliviana. Está diseñada para seguir castigando permanentemente a la víctima y no a los agresores”, dice con un tono de molestia.
Raiza Zeballos, psicóloga de Mujeres en Busca de Justicia e integrante de Mujeres Creando, explica que las mujeres que atiende no solo llegan con un desgaste por la situación de violencia que sufrieron sino también por las “violencias y revictimizaciones” que surgen en el sistema judicial.
El caso de Beatriz no está alejado de la afirmación de Zeballos. La mujer de 32 años cuenta que el proceso legal contra su expareja, quien la violó e intentó asesinarla, hizo más lento su proceso de recuperación. “A veces ya no puedo, no tengo dinero para venir a los juzgados y ahora vendo lo que puedo. Me aguanto de llorar delante de mis hijos aunque a veces quisiera dejarlo todo”, confiesa con la voz entrecortada y prefiere dejar de hablar.
Ya no puedo. Esa frase martillea en mi cabeza como un recordatorio de mis ideaciones suicidas, en septiembre de 2021, que coinciden con el sobreseimiento de mi caso. Mi recuperación se hizo lenta desde la notificación del Ministerio Público. Renuncié a mi trabajo y solo quería quedarme en casa otra vez luego de casi un año del hecho. En octubre, empezó mi tratamiento psiquiátrico y los antidepresivos aún son parte de mi rutina.
“Estuve tomando tratamiento psiquiátrico los primeros meses, eran antidepresivos. Hizo mucho el trabajo de la especialista y mi entorno inmediato porque las ideaciones suicidas no han faltado estos dos años”, recuerda Icla quien tomó terapia psicológica en los SLIM y luego de forma privada cuando la alcaldía pasó a su terapeuta al área administrativa.
Zeballos reconoce como una deficiencia el cambio de personal, especialmente de los psicólogos, en las instituciones públicas que considera debe ser resuelta ya que interrumpe el tratamiento de las pacientes. Otro factor que resalta en estos casos es la falta de recursos económicos de las víctimas para acceder a un servicio privado como alternativa al abandono estatal. Icla menciona que gastó por lo menos $us 3.000 sólo en atenciones privadas con especialistas de salud mental que coadyuvaron en su restitución.
La Ley 348 en su artículo 50 señala que los gobiernos municipales están obligados a ofrecer servicios, con carácter permanente y gratuito, para la protección y defensa psicológica, social y legal de las mujeres en situación de violencia. “Para su funcionamiento, asignarán el presupuesto, infraestructura y personal necesario y suficiente”, refiere la norma.
Pero esa llamada nunca llegó. Me quedé esperando un mes y no aguanté. Fui a Mujeres en Busca de Justicia en la avenida 20 de octubre y me programaron una cita con la psicóloga quien me atendería de forma gratuita. Fue un hallazgo maravilloso.
Esperé otras dos semanas para empezar la terapia. Mientras, en mis 24 horas acostada en la cama, moviéndome de un lado a otro entre llanto y algo de comida, vi en Facebook una publicidad de Sobrevivientes del Alma. Era una agrupación chilena, conformada por otras mujeres que sufrieron violencia sexual desde niñas. Fue en la post pandemia y las reuniones virtuales seguían de moda. Me apunté a la charla y empezó mi camino de terapia grupal.
A 2.340 kilómetros de Bolivia, en la región chilena de Quillota, Alejandra Arancibia se formó en terapia holística desde los 15 años ayudada por su madrina. Se sumergió en esta medicina alternativa como respuesta a la falta de atención del sistema público de su país que la había revictimizado luego de denunciar la agresión sistemática de su progenitor que la abusó desde los ocho años.
Estoy frente a la pantalla y aguardo el inicio de la sesión. Algunas tienen la cámara desactivada —como yo— y otras participantes que ya conocían la dinámica del grupo se dejaban ver. Somos en total ocho mujeres de cuatro países, todas sobrevivientes, todas con el fin de sanar.
Aparece Alejandra, habla de la culpa, de los mitos del perdón a la familia, de su historia, de cómo reconectar con nuestro cuerpo, del feminismo. Fue a mis 28 años, el segundo acercamiento a ese movimiento político estigmatizado y hasta temido. Pero entendí la violación, el abuso sexual y las otras violencias sexuales como producto del machismo, de la misoginia y del poder. Reconozco que, en tres años de recuperación, sin mujeres feministas mi sanación hubiera sido más lenta.
Los círculos de amigas — la mayoría feminista — mi familia, la terapia alternativa, el servicio de psicología gratuito, mi psiquiatra del sistema de salud pública y hasta la espiritualidad me mantuvieron viva.
Dentro de las curas por fuera del Estado, está Toribia Flores. Una mujer víctima de la violencia machista en su hogar y en su organización política, a quien la ley la reconoce como promotora comunitaria que es igual a una acompañante de otras mujeres en situación de violencia y cuyo trabajo es gratuito.
“Es un voluntariado. Debería tener una remuneración justa y ser un trabajo digno como dice la Constitución, pero no. Hay hermanas que no tienen para el pasaje, nosotras cubrimos eso; otras no tienen qué comer porque tienen sus hijos y compartimos un platito de comida porque tampoco tenemos. Es un gasto inmenso ser acompañante y no hay esa remuneración. Sería bueno tener un salario mínimo. El Gobierno podría contratar a las promotoras”, reclama y con justa razón porque sabe de los embates de la desprotección.
Toribia atiende al mes hasta 20 casos. No solo orienta a las mujeres sobre cómo y dónde denunciar, a veces hace de psicóloga y da contención de crisis en casos como el de Ángela quien intentó atentar contra su vida en mayo de este año.
Sobrevivir. La carga del proceso judicial casi me mata igual o más que el atentado a mi cuerpo e integridad. Sobreviví a la adversidad, a la revictimización, a los golpes judiciales gracias a la medicina por fuera del Estado, a las alternativas marginales y desde esa periferia pude crear mi propia cura.
Son trazos figuras deformes
Algunas se incrustan
Algunas perforan órganos vitales
Hay formas: cuadrados, círculos, triángulos y espirales
Espirales en mi cabeza
Parece no haber un final o al menos no uno bueno
Los colores invaden los trazos y las figuras filosas
Una escala de grises penetra las formas
Cortan desgarran y hieren
Hay desesperanza, hay un desierto
Hay desolación
Las formas transmutan crean un cuadro expresionista
Veo júbilo
Júbilo en los amaneceres de agosto
Y en la noche de mi cumpleaños
En la complicidad con mamá
Mi cabeza en su regazo, yo frente al mar
Frente al mar es un poema que escribí en mayo de 2021. En agosto de este año, mamá, papá y yo estábamos apreciando la fuerza del agua salada en Arequipa. Fuimos a generar nuevos recuerdos luego de tres años de la catástrofe. La cuarentena voluntaria por fin terminó.
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