Toribio Ticona es, sin duda, un hombre muy interesante, no tanto por lo que él es, sino por lo que representa; estamos frente al espejo más nítido de una iglesia colonial arcaica y en decadencia imparable.
No se escandalicen si el cura tiene mujer e hijos, eso ha sido normal desde el primer día en que Pizarro desembarcó en estas tierras con la cruz y la espada, se dice que hasta Túpac Katari ha podido ser el hijo bastardo del cura. Para el cardenal ese detalle se convierte hoy en un problema que ocultar y amenaza con juzgar a quien se lo recuerde. Si me quiere juzgar que me juzgue en plaza pública, como lo vienen haciendo con las mujeres secularmente; será divertidísimo sacar una y otra las crónicas sobre lo que los curas hicieron y hacen con las mujeres en esta parte del mundo, sobre los abortos que ocultan detrás de sus púlpitos, sobre los “amancebamientos” crueles de las chicas del pueblo, sobre la hipocresía en la que posan su cáliz de oro.
Yo, por mi parte, aprovecharé para explicarle a nuestro elemental cardenal que la prohibición de tener mujer tiene que ver con la necesidad de seguir mostrando a las mujeres como el mal, como la fuente de los pecados y de la perversión; como el origen del egoísmo masculino que los curas, dizque por virtud, tienen que evitar.
El Papa, allá en Roma, rebuscó los nombres y saltó el nombre de Toribio Ticona, las polillas volaron alrededor; el Papa, sin otra opción posible, ordenó ponerle naftalina para que no se desintegre y traerlo al Vaticano para la coronación. No queda otra, en toda la Iglesia no hay nadie más.
Lo entrevistan en las radios y los periódicos, y Ticona no tiene nada que contar. A alguien se le ocurre preguntar por la homosexualidad y el futuro cardenal dice que si lo hemos elegido es del demonio, pero que si es de la naturaleza, podemos ser perdonados. Pobre cardenal no tiene idea ni de dónde está parado, porque para ser cura parece ser que no es necesario ni leer los periódicos, ni formarse tampoco.
Y es que en la Iglesia boliviana es así, los curas y monjas misioneros tienen todos los privilegios educativos, hacen doctorados y estudios bíblicos, y de filosofía en Roma; mientras las monjas bolivianas son rezagadas a la servidumbre doméstica de la jerarquía eclesiástica y los curas bolivianos captados por el hambre y bajo el manto paternalista, que bien nos relata Ticona en su propia biografía, no crecen ni se transforman ahí adentro; sino que se estancan en el tiempo para no incomodar a una jerarquía europea que gobierna la Iglesia.
Sobre el palacio de Gobierno, un día dice que es un lujo y después de la visita y abrazos con el Presidente, dice que es signo de progreso. El futuro cardenal es voluble, no ha aprendido ni siquiera a opinar, porque como cura boliviano no ha contado realmente jamás. Su instinto le dice que es mejor estar cerca del poder y allí se acurruca, como el primer día en que buscó refugio de la lluvia y el hambre bajo el techo de la Iglesia, una Iglesia que lo crió para ser útil y nada más.
Ticona es, sin duda, el último de la Iglesia, como él mismo lo señala. Es el último en sentido literal, no tienen detrás de su nombre a nadie más. La Iglesia está muriendo como morirá el cardenal , será de muerte natural.