La Iglesia Católica insiste en presentar el Jueves Santo como un día de luto, llanto y dolor. Su relato oficial consiste en la muerte de Jesús en la cruz por culpa de nuestros pecados. En las iglesias se cubren las imágenes de Cristo con una manta, la lectura ancestral andina del Jueves Santo es justamente la contraria. La versión andina es que Dios ha muerto, ha cerrado los ojos y no puede mirarnos; por eso el Jueves Santo, en todo el altiplano, se convierte en un día dedicado al pecado sexual. Como Dios está muerto no nos puede ver, es el día en el cual hay que dar rienda suelta al deseo y la libertad sexual.

Se practican ritos de baile donde el clímax de la celebración consiste en el permiso de cambiar de pareja por una noche. Romper la rutina sexual, el mandamiento de la monogamia, y para ceder a la contenida atracción sexual.

Es la noche ideal para que las adolescentes pierdan la virginidad explorando sus deseos, perdiendo miedos y vergüenzas, sabedoras de que esas practicas  serán  envueltas en un manto de dos caras: la del arrepentimiento, para afuera, y la del descaro y la alegría, para adentro. El Jueves Santo es el día en el que el pueblo revierte la culpa y el arrepentimiento que instruye el poderoso para convertirla en libertad.

La moral y la rigidez  católica, a pesar de torturas y amenazas, a pesar de persecusiones y vigilancias, nunca terminó de penetrarnos como sociedad. Es la parte más débil, por ejemplo, de la justificación de Rilda Paco, cuando intentaba explicar la tanga de la Virgen invocando la diferencia entre falsos y verdaderos devotos; porque en realidad la falsa devoción nos ha caracterizado como camuflaje necesario para darnos el permiso de la libertad. La falsa devoción no es la hipocresía; la hipocresía es la del cura que predica abstinencia sexual mientras hace abortar a su amante.

Las prestes donde cantamos llorando “a tus pies madre viene un pecador”, para darnos la vuelta y de espaldas a la iglesia empezar sendas fiestas sin fin, representan un acto teatral de dos caras opuestas en un mismo momento. Representan actos de ambivalencia que permiten que dos sentimientos opuestos aniden en el mismo cuerpo, en el mismo lugar y se desaten de la forma más exagerada.

Pasa lo mismo en el cavo de año, cuando, para despojarte del luto, mezclas dolor con alegría, llevando a ambos a colindar uno con otro, hasta convertirse en anverso y reverso del mismo momento, y de tu propia vida; proceso que al fin te conduce a superar el dolor del luto y abandonar a tu muerta para dejarla partir lejos de ti, mientras te entregas al baile y la embriaguez.

La forma como se ha juntado devoción con folklore es la misma operación simbólica de ambivalencia.

No hay devoción sin fiesta, ni fiesta sin devoción. Las mujeres aprovechan la devoción para acortar las faldas, bailar en tanga, para cortar los escotes y convertise en porno cholas, porno chotas y porno birlochas.  Aprovechan para destapar los cuerpos y sacar sensualidad con descaro, se trata de un desacato masivo del mandato del recato, que ha desbordado los controles y márgenes de la Iglesia y de las asociaciones de conjuntos folklóricos, que prohíben minis y transparencias por mera formalidad.

Los trajes folklóricos se convierten en un vehículo de liberación; los animales y demonios allí bordados cobran vida en los cuerpos que se mueven como si de reptiles y felinos se tratara, para acabar ensartándose en las calles en busca de un único valor: la libertad como placer.

El que es hombre se camufla en el traje de mujer para hacer de su ano una vagina y la que es mujer se pone las botas y el pantalón para saltar salvajemente, dando patadas en el aire. Las coreografías son lenguajes de cuerpos que revierten la represión de una religión que aprisiona y prohíbe.

La religión católica en esta parte del mundo ha sido el camuflaje de prácticas idolátricas, donde el rito es una suerte de trance corporal extremo y vital que nos conduce al derroche, a la pérdida de la racionalidad y el control, y por eso, de todos los días del largo santoral católico, el ideal, el más intenso es precisamente el del Jueves Santo, en que dios accede a su mejor estado: está muerto, no nos ve, no nos vigila y deja el mundo en paz. El Jueves Santo es el día en el que aprendimos la alquimia de convertir la culpa en libertad.

Leer en Pagina7