La violación es una de las instituciones estructurales del patriarcado como sistema de sometimiento de las mujeres. No es un comportamiento sexual, es un comportamiento político donde el violador se demuestra a sí mismo y al conjunto de su comunidad el acceso ilimitado que tiene a las mujeres que le rodean como eje principal de su condición de hombre. Es un acto de poder que implica el despojo y el desprecio de la voluntad de “la otra”.
El que viola una vez, viola mil veces, porque en cada violación repite el rito insaciable de experimentar su masculinidad como el ilimitado acceso a las mujeres. No son las drogas o el alcohol las causas de este comportamiento, sino el machismo, por eso el violador lo hace en el púlpito, en el confesionario, en la discoteca, en la universidad, el colegio o el motel.
Una violación múltiple es un acto colectivo donde la complicidad en el acto afirma que la amistad es entre “hombres” y ella, la mujer, no funciona como amiga, sino como objeto sin voluntad.
En Bolivia, la violación fue hasta finales de los años 90 un delito contra las costumbres y no contra la persona; y penalistas sobrevalorados como Huáscar Cajías consideraban que no debía convertirse en un delito contra la persona, porque afirmaban que es imposible determinar el “no consentimiento” de una mujer.
Hoy en día, todavía en muchas situaciones se pretende resolver una violación con el matrimonio.
A pesar de su modificación en el Código Penal, todo juicio por violación representa el callejón oscuro de tortura social para la víctima, porque en los hechos es ella la que debe probar su “inocencia”, es decir su no consentimiento. Su palabra no basta y se la pone siempre en cuestión.
Instituciones como el “matrimonio”, el noviazgo o la prostitución implican el “derecho” de violarte. Una esposa, una novia o una mujer en prostitución jamás podrá denunciar a su violador y gozar de credibilidad. En muchos casos la paternidad implica el derecho de violar a la hija y eso debe ser callado para proteger algo “más importante” como es la sacralidad “de la familia”.
Hace meses luchamos por la libertad de una lechera que mató al violador de su hija en medio del altiplano, donde no hay ni Policía y ni su palabra ni la palabra de la hija valen nada, ella está siendo castigada, mientras que en Bolivia la mayor parte de casos de violación quedan en la impunidad y no son ni siquiera investigados por la Policía.
Los violadores denunciados hace pocos días no son sólo producto de una madre “machista” que los ha justificado. Esos violadores son producto de la sociedad cruceña en su conjunto. Son ejecutores del mensaje continuo de que las mujeres son objetos para complacencia del macho que emiten los medios de comunicación y especialmente la publicidad.
Lo que han hecho ellos, por citar sólo un ejemplo, es concretar el 100% cuero de Corimexo, son también producto de los mensajes de sometimiento e hipocresía que emiten las iglesias, son producto de la denigración continua que se hace de las mujeres.
El Carnaval cruceño es una convocatoria colectiva a la violación como rito carnavalero, donde hechos como el ocurrido se pueden ver en todos los escenarios sociales. La Fexpocruz es una plataforma donde el producto de atracción son las mujeres en su condición de objetos equiparables al producto que te vas a comprar.
Que no nos vengan a decir que la solución es volver a recluir y controlar a las mujeres y que la causa de la violación es la libertad de la joven de haber salido de parranda con sus “amigos”. Que no venga a decirnos la Iglesia Católica que sabe lo hay que hacer, cuando en sus filas las violaciones abundan. Que no sirva esta violación para coartar nuestra libertad.
Ella, la víctima si puede recuperarse, es más, ofrecemos nuestros servicios para darle a ella las herramientas para que lo supere. Son ellos los que no podrán superar su condición de violadores. Es Santa Cruz y el país entero que está demostrando que no tiene la capacidad de actuar sobre un caso tan grave, al punto que los hijitos de papá han entregado la vagoneta después de haberla hecho lavar sin que la Policía haya ni siquiera secuestrado el vehículo y recabado allí las pruebas.
Esto sólo se resuelve por la lucha de las mujeres y la capacidad de impugnar, cuestionar y desacatar el lugar de objetos que la sociedad nos asigna.