LA COMUNIDAD INTOCABLE

Carolina Meloni González

 

A María Galindo,
inspiradora de alianzas, caricias
y contagios revolucionarios

Una noche de 1720, en medio de una de las tantas epidemias de peste que asolaron Europa, Saint-Rémys, por entonces virrey de Cerdeña, tuvo un inquietante sueño. Su cuerpo era invadido por el flagelo. Pudo sentir, adormecido, el entumecimiento de sus músculos, la debilidad de su carne y como cada una de sus extremidades se veía sacudida por el temblor de las fiebres. En medio del delirio y los sudores de la pesadilla, fue capaz, incluso, de oír el siniestro gorgojeo que producían sus órganos al descomponerse, mientras su sangre y fluidos corporales internos se iban tiñendo del oscuro color de la muerte. Al despertarse, agitado y horrorizado por sus visiones nocturnas, tomó la firme decisión de declarar la guerra a la peste. Bajo sus órdenes, ningún navío podría atracar en los puertos sardos y medidas de confinamiento e higiene se implantaron en la isla. De poco le sirvieron al virrey sus medidas contenedoras de la pandemia, pues las crónicas conservadas de ese año 20, de hace cuatro siglos, han dejado el registro de uno de los mayores desastres víricos que asoló varias ciudades mediterráneas.

Como Saint-Rémys, poseemos todo un imaginario ficcional sobre virus y epidemias que podrían acabar con nuestra existencia y el mundo. Como él, hemos soñado con todo tipo de patologías capaces de descomponer nuestros humores y organismos. Al igual que el virrey sardo, un día cualquiera, nos despertamos intranquilos e inquietos, aquejados por temores que parecían lejanos. Pero cuando quisimos darnos cuenta, la peste ya estaba llamando a nuestra puerta.

ESE DELIRIO CONTAGIOSO

Afirma María Galindo que es el miedo al contagio lo que define la esencia del virus que nos asedia. En estos últimos meses, hemos asistido, desde nuestras pantallas, al espectáculo de la propagación, al relato de una contaminación presentada como inevitable. Lo que parecía una ficción post-apocalíptica, cuyo guion se fue gestando en Wuhan, se ha ido extendiendo cual red viscosa e inmanejable. La pandemia comenzó a materializarse, a territorializarse, a cobrar forma a través de cifras, guantes, mascarillas y confinamiento. La espectralidad e irrealidad primera de un virus que solo parecía tener lugar en el espacio de las redes, en la inmaterialidad de la información mediática, se hizo carne en nuestros cuerpos mismos, en el espacio vital amenazado por la contaminación de los flujos del otro. “Cuando la peste se establece en la ciudad -afirmaba Artaud- las formas regulares se derrumban”, las rutinas y lo cotidiano se trastocan, el orden hasta entonces conocido desaparece con tal rapidez que somos incapaces siquiera de asimilarlo desde la racionalidad. Así, el miedo se apodera de nosotros, se instala en cada una de nuestras células, haciendo que cometamos actos absolutamente incomprensibles. Y es que, como afirma U. Oslender, el miedo genera espacio, toma lugar literalmente, produce una cartografía concreta, reorganiza la vida de las poblaciones, generando confusión y desconcierto. En esa incertidumbre, el miedo atraviesa la piel y los tejidos, se instala en nuestros órganos, nos impide reaccionar y asfixia toda posible rebeldía. De este modo, la micropolítica del miedo, en forma de cepas invisibles, se puso a funcionar de manera radicalmente disociativa y desestructuradora de toda comunidad.

En apenas unos días, el espacio ya de por sí biopolítico de las democracias liberales fue deviniendo somatopolítico en el sentido más puro del término: el cuerpo y la carne, el sudor y los fluidos, se han transformado en el blanco más claro de esta “guerra” contra la propagación. Aislamiento, compartimentalización, confinamiento. Las barreras higiénicas se han implantando hasta en lo más íntimo de nuestros organismos y hogares. Y todo aquello, tan material como somático, tan impuro como erótico, que nos acerca y comunica con el otro, ha sido investido por el miedo paralizante ante la posible contaminación. Si algo define al COVID-19 ha sido su potencialidad de transformarnos en abyectos. Y la única consigna que se nos transmite, como imperativo moral que debemos acatar sin cuestionamiento alguno, es la supuesta responsabilidad de asumir nuestra propia abyección: si algo comunitario surge de esta crisis sólo puede gestarse en lo anticomunitario mismo, en aquello que por definición fragmenta y dinamita toda posible espacio en común. Se nos impone como êthos, como acción más sublime en el campo de lo moral, aquello que precisamente contradice toda ética, esto es, rechazar, alejar y expulsar al otro de nuestro espacio más íntimo. Interiorizar tu propia potentia de contagio. Retirarnos del mundo. Confinarnos entre las paredes de nuestra propia individualidad. El tacto, el roce anónimo, incluso las caricias se han convertido en un acto de sedición y de egoísmo más puro.

NOLI ME TANGERE

“Corpus del tacto: tocar ligeramente, rozar, apretar, hundir, estrechar, alisar, rascar, frotar, acariciar, palpar, tentar, amasar, masajear, enlazar, oprimir, golpear, pellizcar, morder, chupar, mojar, sujetar, aflojar, lamer, menear, acunar, balancear, llevar, pesar” (Nancy, 2003). Si bien es cierto que el lenguaje crea mundo, es en el tacto, en el mismo hecho de tocar, donde acontece la comunidad. Por ello, para el filósofo francés Jean-Luc Nancy, encontramos en el tacto el origen mismo de lo que denomina una “singularidad plural”: tocamos, nos tocan, rozamos al otro, somos conmovidos por un cuerpo ajeno. Nuestra singular individualidad, con apenas un roce, un simple acercamiento del otro, deviene plural, se abre al encuentro con los demás, se fragmenta en pedazos y comprende la imposibilidad de sobrevivir en la crisálida del yo. Somos en ese breve encuentro de tu piel con la mía. Si algo así como una comunidad puede tener lugar es precisamente ahí donde se produce el hiato, donde la separación de mi cuerpo con el tuyo se quiebra, interrumpiéndose la ilusión de un sí mismo autónomo y ajeno al mundo. El tacto no es sino la apertura y el recibimiento del otro, de cierta hospitalidad (te acojo, te acaricio, te abrazo y dejo que tu cuerpo se acerque al mío). También, desde luego, de la hostilidad, cuando ese tacto, ese gesto no es requerido. “No puedo tener relación conmigo mismo -afirma Derrida-, con mi ‘estar en casa’, más que en la medida en que la irrupción del otro ha precedido a mi propia ipseidad”. Porque el otro siempre irrumpe, de manera inesperada e imprevista, como el deseo o el amor, que invaden y nos atraviesan, aún cuando no lo queramos.

En esa hospitalidad-hostilidad originaria de la piel, del roce con el otro, cifra Derrida la posibilidad de la ética y, por ende, la condición de lo político. También Butler, apela a la ontología política de la vulnerabilidad en estos dos niveles: por un lado, dicha vulnerabilidad que nos constituye da pie a la emergencia del sujeto y, como consecuencia de dicha emergencia, se produce la inserción de dicho sujeto en una comunidad política. Somos ontológicamente vulnerables, precarios física, emocional y afectivamente. Estamos condenados al otro. Y solo como seres entregados a los otros es posible crear comunidad. ¿Qué mundo surge, entonces, ahí donde el encuentro con el otro es negado y rompemos el vínculo físico que nos liga a los demás? ¿Qué vida política puede emerger encerrada en las paredes de un hogar, confinada a la soledad más absoluta? ¿Acaso hay vida en la desafección, en el desapego y distancia de nuestros seres queridos? ¿Cómo seguir construyendo un posible “nosotros” cuando ni siquiera podemos rozar, levemente y con la punta de los dedos, a amigos, amantes, familiares o desconocidos? ¿Qué surgirá de este mundo silenciado, encriptado cual larva, en el que el único contacto que se nos permite es el virtual, a través de pantallas, móviles y dispositivos? Cuando cualquier superficie material, desde la piel hasta un carrito de supermercado, pueden considerarse verdaderas armas de propagación de la enfermedad. Radicalmente vulnerables y expuestos al virus, hemos optado por aceptar y asumir que la única posibilidad de supervivencia es la vulneración de nuestros afectos, cuerpos y deseos. Alejarme de ti. Separarte de mi. Pues cada uno de nosotros porta el germen letal, que nos ha hecho devenir enemigos, amenazantes y sospechosos.

Tocar procede del latín “tangere”, curiosamente, la misma raíz aparece en el verbo “contaminar”: con-tangere, en el que se advierte cierta continuidad espacial de un tacto impuro, turbio y corrompido, que todo lo altera. Ese tacto viciado y patológico amenaza con extender la contaminación total a cada uno de nuestros espacios. Y lo peor de todo es que lo portamos nosotros mismos, puede estar latente en nuestro interior, aún sin poseer los síntomas delatores. La consigna del aislamiento social ha sido interiorizada de manera global sin ningún tipo de cuestionamiento hacia la misma. Hemos acatado de manera sumisa y obediente el imperativo de permanecer recluidos, encerrados entre las paredes de nuestros hogares. Hemos abandonado trabajos, lugares de ocio, amigos y seres queridos. El espacio público ha quedado, literalmente, vacío, vaciado de nosotros, que lo contemplamos asustados desde balcones, ventanas y redes sociales. Incluso, empezamos a aceptar, a normalizar, que perderemos a personas de las cuales no vamos a poder despedirnos. También la muerte y el duelo deberán llevarse a cabo sin posibilidad alguna de tacto, de un último contacto o mano que acaricie la nuestra en ese momento tan crucial (las imágenes de camiones militares en la ciudad italiana de Bérgamo, cargados de féretros anónimos, de vidas imposibilitadas de duelo, suponen que la vulnerabilidad amenaza con extenderse hasta en la muerte misma).

Sin crítica alguna, sin posibilidad de duda, cualquier acción de rebeldía o resistencia al aislamiento será condenada no solo legal sino éticamente. El aislamiento se ha instalado en los discursos políticos, cotidianos y sociales de manera radicalmente homogénea, sin fisura alguna y sin atisbo de antagonismo alguno. El miedo al contagio se ha convertido en la mejor herramienta de control y la única acción política comunitaria que nos permitimos es el derecho al aplauso, con la distancia prudente y desconfiada que nos separa de nuestros vecinos. ¿Cómo, entonces, generar una comunidad desde lo intocable? ¿Cómo resignificar esa separación? ¿Qué nuevas formas de habitar, de convivir habrá que proponer y repensar cuando nos hemos autocondenado a la soledad más extrema? ¿Qué entramados comunitarios surgirán cuando lo común ha sido literalmente apropiado por la pandemia y la vulnerabilidad?

CUANDO EL MUNDO ENMUDECE

La expansión global del coronavirus ha tenido lugar con una rapidez de vértigo. En apenas unos días, sus efectos en el orden social y cotidiano de nuestras vidas han sido devastadores. Como si despertáramos de un perturbador sueño, nos hemos dado de bruces con dispositivos disciplinarios tan rígidos y estrictos, dignos de un estado de excepción de corte agambeniano. Toda barrera profiláctica se vuelve imprescindible y necesaria para frenar el contagio: cierre de fronteras, cuarentenas, encerramiento de la ciudadanía, estado de alarma, militarización y control policial de nuestros espacios públicos. Los supermercados han sido literalmente arrasados, en una suerte de comportamiento mimético que ha despertado en nosotros cierta acumulación por compulsión, a la espera de un estado de guerra inminente. No deja de ser sintomático que uno de los productos más reclamados fuera el papel higiénico, como si de una irónica metáfora se tratara, en la que la idea de “salvar nuestro propio culo” ante lo que se nos venía encima se hizo patente. Las cifras de enfermos y de fallecidos crecen día a día, con nuestros servicios públicos saturados, vaciados tras la última crisis económica, cuyas consecuencias nefastas vemos con claridad en esta situación de emergencia. Pocos días han bastado para que el mundo, nuestro mundo enmudezca y nos repleguemos al interior de nuestras crisálidas burguesas, aquellos que poseen la suerte de tener un cobijo, un hogar en el que guarecerse. Resuena en esta crisis vírica, la sentencia que marcó una de las tantas crisis del capitalismo: “No hay sociedad —anunciaba la dama de Hierro allá por los años 70— sólo están los individuos y sus familias”, inoculando en este caso el virus del individualismo más férreo como única posibilidad de afrontar los contratiempos. Si alguna enseñanza nos dejan las prácticas “caníbales y depredadoras”, como las define Harvey, del capitalismo, las recurrentes crisis económicas a las que nos ha conducido de manera más recurrente el neoliberalismo, es la constante pulsión autodestructiva de un sistema eminentemente depredador y necropolítico, cuya tendencia nos conduce a la desaparición de toda de comunidad: ante los envites de la peste, solo nos restan las soluciones individuales. Solo individualmente podrás sortear el flagelo. Y cualquier “morada en común” ha pasado a ser un emplazamiento tan inhóspito como peligroso.

HABITABILIDAD: ALIANZAS, HORIZONTES COMUNITARIOS Y RESISTENCIAS

Habitar, construir mundo, es habitar-con: somos en tanto que nos exponemos al otro; somos en tanto que acogemos, cuidamos, cobijamos al otro; pero también cuando lo rechazamos, excluimos y marginamos, para así dar consistencia a nuestra inteligibilidad social; somos-con el otro, suerte de expeausition, de contacto con el otro. No hay cuidado de sí posible, no hay hogar imaginario ni imaginable, sin el cuidado de los demás. No hay más êthos que aquel que surge de nuestra materialidad, de nuestra radical vulnerabilidad. Afirmaba Paco Vidarte que la única ética defendible “es aquella que nace de las calles, de las pateras, de las barricadas, de las plazas, de la opresión, de unas nalgas desnudas”. Es ahí, en las aceras y en las esquinas, en los callejones y barriadas, en los espacios públicos que ocupamos y construimos en común donde cabe la posibilidad de articular y construir una morada habitable, donde es posible que surja un tejido comunitario tan crítico y demoledor, como acogedor y amoroso. Afirmar la vida y su cuidado no es posible desde la solución individualista, gestada en el interior de nuestra vida privada. La apelación a una solidaridad individualista y autónoma, surgida en los salones de hogares cerrados al mundo, no solo supone una quimera propia de un imaginario liberal que ha creído sustentar en el individuo autónomo el desarrollo de la sociedad, sino una legitimación de sus prácticas excluyentes y expropiadoras.

Como en el sueño de Saint-Rémys, no nos hemos despertado con el anuncio de la peste, sino que esta ya estaba allí hace tiempo cuando hemos sido capaces de abrir los ojos. Hace demasiado que convivimos con el virus y sus dispositivos de fragmentación, de disolución de lo social. Anestesiados y atomizados, absorbidos por esa comunidad de lo intangible, en la que la piel, el cuerpo y los olores del otro nos resultaban cada día más ajenos. El virus nos ha servido como un mero amplificador de lo que ya sabíamos: habitamos una casa atravesada por necropolíticas de desposesión de la vida, por fragmentaciones de clase, de raza y género producidas por un sistema basado en medidas extractivistas de los cuerpos, de la tierra y de todo lo comunitario. Hace demasiado tiempo que Europa, esta Europa hoy confinada, decidió cerrarse al mundo, dar la espalda a la miseria y precarización, convertirse en un interior climatizado, cual búnker apto solo para unos pocos. Fuera de sus fronteras, la vida y la muerte se juegan en cada frontera, en cada valla y en cada muro divisorio.

Afirmaba Artaud, en su bello texto sobre el teatro y la peste, que todo flagelo “es una crisis que se resuelve en la muerte o la curación”. Hay en todas las epidemias algo así como una “fisonomía espiritual” que hace tambalear el mundo, reconfigurarlo, repensarlo desde otras alternativas de vida. Por ello, según Artaud, la peste “impone a la comunidad una actitud heroica y difícil”, ante la cual, no siempre estamos a la altura de lo que nos acontece. La situación actual nos enfrenta a la urgencia de pensar y reconfigurar otros mundos posibles, otro hogar menos inhóspito y más habitable, menos precario y hostil para tantas vidas deglutidas por el sistema. ¿Seremos acaso capaces de replantear nuevas salidas? ¿Podremos reconfigurar otros espacios y hogares comunes después del temblor? ¿Tendremos el valor de salir de nuestras crisálidas individualistas, de nuestros acogedores y climatizados salones y habitaciones apropiadas para el confinamiento? No podemos anunciar ni anticipar el porvenir, decía Derrida, el cual puede presentarse en la forma del peligro más absoluto, incluso, bajo la forma de la monstruosidad. Sí podemos, sin embargo, apelar a repensar nuestro presente, asumiendo la urgencia de resignificar y construir una morada común desde proyectos colectivos verdaderamente democráticos, igualitarios y revolucionarios.

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